El asunto de Taiwán no es nuevo. Hace poco más de 25 años el entonces Speaker de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos, Newt Gingrich, se embarcó en una gira por las principales capitales del Este Asiático, Taipéi En Taiwán incluida. Otro de los destinos fueron Beijing y Shanghái, donde le dijo al entonces líder chino Jiang Zemin «quiero que lo entiendan, defenderemos a Taiwán», refiriéndose a un compromiso informal por parte de su país.
La región acababa de salir de la Tercera Crisis del Estrecho y la única condición que puso Jiang para recibir a Gingrich fue que no volara directamente a Taiwán desde el continente. Era la era de la hegemonía estadounidense.
Cuando se habla en términos de polaridad para describir la configuración estratégica del escenario global, es difícil recabar indicadores que permitan decir «este evento marcó un quiebre entre una polaridad y otra» o «esto demuestra que esta potencia es el único hegemón global». Al menos, lo es en la actualidad. Los noventa fue la década de ensueño para los internacionalistas, que podían determinar claramente que Estados Unidos manejaba la botonera en todo el mundo: en 1995, bastó con desfilar una serie de navíos de guerra por el Estrecho de Taiwán para calmar los ímpetus chinos.
La situación ante una ocasión similar en 2022 ha generado consecuencias diferentes, porque el contexto es radicalmente diferente. China ya no es el país emergente que debía «mantener un perfil bajo», como indicaba Deng Xiaoping durante la era de la Reforma y la Apertura. Hoy, es la potencia económica que, bajo la égida de Xi Jinping, ansía con volver a su estatus imperial. Ello implica, antes que nada, afianzar uno de los principios de cualquier Estado que se digne de tal: poseer el control total sobre el territorio que se considera propio.
Taiwán repudia enérgicamente el libro blanco de China sobre la isla asiática
Ello no ocurre con la República Popular China (RPC), pero no solo por Taiwán, sino también por la India, el Mar de China Meridional, y hasta por Japón. Las inseguridades que acechan al gigante son muchas, pero claramente su némesis –la República de China en Taiwán– es la prioridad, no solo en la coyuntura, sino para el plan de largo plazo de Xi de lograr una «sociedad socialista moderna» que, entre otras cosas, incluye la meta de controlar Taiwán para su fecha de consecución estipulada, el centenario de la RPC en 2049.
Si bien aún faltan 27 años, los tiempos del Partido Comunista Chino (PCC) no solo son secretos de Estado, sino que se modifican constantemente de acuerdo a las necesidades del liderazgo. Ello sucedió en 2019, cuando se acercaba el centenario del Partido y Xi consideró oportuno avanzar sobre la autonomía de Hong Kong a fin de conseguir una «sociedad modestamente acomodada». Por eso, cualquier escalada que implique una disputa territorial dependerá más del estado interno del Partido que de los eventos internacionales que eventualmente se utilicen como excusa.
Los noventa fue la década de ensueño para los internacionalistas, que podían determinar claramente que Estados Unidos manejaba la botonera en todo el mundo
En este sentido, el 10 de agosto (tan solo una semana después de la visita de Pelosi) el gobierno chino publicó –luego de 22 años– un nuevo libro blanco sobre el tema, titulado «La Cuestión de Taiwán y la Reunificación de China en la Nueva Era». Probablemente pensado para ser publicado en el marco del Vigésimo Congreso del Partido en noviembre de este año, la nueva política salió a la luz sorpresivamente con –al menos– dos públicos objetivos claros: los Estados Unidos y el propio Partido.
No es una novedad que la política del Estado chino sea ordenada de acuerdo con las necesidades políticas del líder partidario de turno, pero en este caso la vinculación es flagrante, y tiene un mensaje claro: Xi siempre ha sido duro respecto a Taiwán, y siempre lo será. La irrupción de este mensaje con una retórica distinta a la tradicional –que solía ser más apacible y que fue reemplazada por una más cercana a la de los diplomáticos «lobos guerreros»–, y con un contenido que, si bien es reiterativo, es claro y no recurre a las usuales figuras metafóricas propias del discurso del Partido, demuestra un cambio en las posturas políticas del líder, cuya paciencia en los frentes interno y externo se está agotando.
Claro que no todo es letra muerta ni arengas para la tribuna, sino que Xi aprovechó la visita para realizar una serie de simulacros militares que, por primera vez, ocurrieron en parte en el Mar de Filipinas, un área históricamente fuera del área de control china, y dentro de la estadounidense. Añadido a ello, los simulacros bloquearon por completo a Taiwán en lo que tal vez fue la mayor demostración de fuerza de China en términos militares desde la Reforma y Apertura.
La doble ofensiva –discursiva y militar– es una clara demostración de que la hipótesis de que China aún teme a Estados Unidos es nula y, si bien no está claro que exista una paridad estratégica en el campo, las acciones del gobierno chino apuntan a comunicar que sí existe. En el delicado arte del conflicto internacional, la certeza no está asegurada nunca, y menos respecto a una autocracia cerrada como la RPC. Sin embargo, hay algunos puntos válidos para plantear el escenario de aquí en más.
En primer lugar, se constató que las visitas de alto nivel de funcionarios occidentales a Taiwán están cerca de las «líneas rojas» de Beijing, pero no las cruzan. Por ello es probable que la respuesta china no haya hecho más que alentar a más políticos norteamericanos y europeos a volar a Taipéi, tanto para afianzar los lazos bilaterales como para imponer una suerte de «libertad de movimiento» frente a China.
El plan de largo plazo de Xi de lograr una «sociedad socialista moderna» que, entre otras cosas, incluye la meta de controlar Taiwán para su fecha de consecución estipulada, el centenario de la RPC en 2049
Segundo, así como Pelosi demostró que los intercambios de alto nivel con Taiwán no conllevan una consecuencia material concreta por parte de China, Xi comprobó que los Estados Unidos (y sus aliados) ya no tienen la capacidad de frenar los simulacros militares del Ejército Popular de Liberación (EPL) –o sus patrullajes, a ese efecto– sin que ello conlleve una escalada que termine en un conflicto armado. Así, ambos bandos tienen incentivos para repetir sus conductas (¿y tal vez aumentarlas?) en búsqueda de nuevas «líneas rojas».
En tercer lugar, el timing de la visita (tan cerca del Congreso partidario en el que Xi –probablemente– se erija como líder supremo vitalicio), ha eliminado los incentivos de moderación, lo que ha llevado a una sobreactuación en el frente interno que culminó con una nueva política de la RPC hacia Taiwán, enunciada en el flamante libro blanco que tiene un tono más de ultimátum que de directivas de política exterior, a la vez que ratificó la fecha límite de 2049 para la anexión de la isla.
Por último (y tal vez lo más preocupante), tanto China como Taiwán, Estados Unidos y demás aliados, han demostrado estar tan cómodos con el discurso beligerante, que han inaugurado una nueva etapa en la gobernanza global (influenciada de por sí por la invasión rusa a Ucrania), en la que el desacuerdo en un área rápidamente se extiende a las demás, como lo demostró Zhongnanhai al retirarse del diálogo conjunto sobre cambio climático con la Casa Blanca. Ello implica un nuevo modus operandi, que reemplaza al enfrentamiento sectorizado que existía hasta ahora.
Esta serie de fenómenos políticos, cuyo devenir es extremadamente difícil de pronosticar porque no solo presenta un nuevo set de reglas de juego, sino también la voluntad de cambiar dichas reglas de acuerdo con la coyuntura, ha desencadenado una nueva crisis del estrecho, que está lejos de terminar, y cuyas estribaciones aún no conocemos por completo; en particular, qué implicará en el Congreso del PCC de noviembre.
Sin embargo, sí podemos decir que esta crisis es diferente a las primeras tres en un aspecto crucial: Estados Unidos se ha corrido de su rol de árbitro para tomar partido por Taiwán, por lo que la conclusión natural de las anteriores crisis (que prácticamente consistía en una demostración de fuerza por parte de la Marina estadounidense en la forma de operaciones de libertad de navegación, que –por cierto– ya están anunciadas) no es una posibilidad en este caso, ya que el involucramiento militar por parte de Estados Unidos solo empeorará el panorama, considerando la nueva autoconfianza de las fuerzas chinas.
En este contexto se divisan –por lo menos– dos alternativas. Por un lado, es posible que las tensiones se relajen en la medida en que pase el tiempo, no se repitan las visitas ni los ejercicios militares, y el Congreso del PCC y las elecciones en Estados Unidos transcurran con pocos cambios relativos al statu quo. En este caso, es posible que la crisis llegue a una conclusión natural a fines de este año o comienzos del siguiente, y aunque ello no implique el retorno a un escenario de cordialidad, sí abre la posibilidad a una distensión duradera en la medida en que las partes no mantengan su voluntad de escalar el conflicto.
Otra posibilidad es que las tensiones se mantengan o aumenten, ya sea en medio de los eventos de fin de año o en otra instancia, y la presencia militar aumentada de China alrededor de la isla se convierta en una nueva normalidad, lo que aumentaría las complicaciones logísticas para el comercio exterior taiwanés, aceleraría el rearmamento en general, y generaría situaciones de potenciales conflictos de patrullaje similares a los que ya existen en el Mar de la China Meridional.
En este escenario estaríamos ante una crisis persistente, cuya normalidad sería la inestabilidad estratégica, con un aumento de chances exponencial de estallido de un conflicto armado a medida que pase el tiempo, por lo que esta sería la última crisis per se antes de una eventual invasión por parte de China. Así, el tablero está armado, resta esperar a ver cómo (y si acaso) los jugadores mueven las fichas.
Politólogo y maestrando en Ciencias Sociales. Docente investigador de la Carrera de Ciencia Política y del Grupo de Estudios sobre Asia y América Latina (GESAAL) y de la Universidad de Buenos Aires. Secretario de redacción de la Revista Asia/AméricaLatina