Mi nombre es Greta, y me gusta definirme como directora de arte, fotógrafa por imprudencia, viajera inquieta, humana curiosa, y “argen-china” por capricho. Hace 8 años, y por decreto del destino, aterricé -física y emocionalmente- por primera vez en China. Y por esa anarquía de los itinerarios de viajes que tanto valoro, es que comencé a recorrer ciudades y pueblos de ese país con una insaciabilidad que nunca antes había experimentado. Las 31 ciudades que llevo visitadas del llamado “País del Medio” son una cifra brutalmente menor respecto de las que aún tengo pendientes por recorrer. La historia que les contaré a continuación, se remonta a cuando la ciudad de Datong todavía habitaba esa lista de espera de mis destinos deseables.
Planificando el viaje que me llevaría a Datong
Ni bien llegue a Buenos Aires después de ese primer viaje fugaz a China, allá por 2013, me propuse algún día volver para conocer Datong, por su Templo Colgante y por las Cuevas de Yungang.

Por supuesto, nada me hacía suponer en aquel momento que la experiencia que más iba a atesorar en esa ciudad sería caminar por sus calles arenosas, más aún que la majestuosidad de las cuevas budistas o el vértigo de estar suspendida en la ladera de una montaña, confinada al destino que un grupo de maderas unidas hace varios siglos atrás quisieran signarle a mi vida.

Después de haber “spoileado” el final de esta historia, les cuento entonces la emoción que sentí cuando en julio de 2017, habiendo vuelto a China- partía en tren desde Beijing hacia Datong, por la misma ruta trans-mongoliana que años atrás, en otro viaje, me llevó hacia el norte siberiano.
Algunos datos, al paso, sobre Datong
Datong está ubicada al norte de la provincia de Shanxi, y fue fundada en el año 200 a.n.e. con el nombre de “Pingcheng” durante la Dinastía Han, como fortaleza militar y con el objetivo irrenunciable de proteger la frontera del imperio de los ataques mongoles.
Datong supo ser una próspera capital de la Dinastía Wei del Norte, y un punto de tránsito obligado de las caravanas que comerciaban a lo largo de la Ruta de la Seda. pero también tuvo que sufrir las crueles invasiones (e incluso conquistas) del ejército de Gengis Kan.
Hoy es una ciudad minera: la “Capital del Carbón”, que no escatima en sitios de interés cultural como herencia de ese pasado milenario. Pero, que a fuerza del mote de “destino aburrido” impuesto con liviandad por algunas guías de viaje, conserva casi intacta la sonrisa sincera de su gente, esa magia espontánea que no cotiza en muchos itinerarios turísticos.

Llegué a Datong de noche y muy tarde
Aunque arribé a medianoche, igual me embarqué en la travesía de conseguir algo para cenar. Todos mis aires de aventurera “marcopólica” se esfumaron ridículamente cuando descubrí un mercadito abierto hasta las 2 AM apenas frente a mi hostel. Mercadito que me recibió inmutable como la cara de sus 3 empleadas que estaban abducidas por la telenovela que se reproducía en sus teléfonos Iphone último modelo.

Por la obligación de cobrarme, y en un esfuerzo excesivo que no estaban convencidas de realizar, despegaron su vista del teléfono y al reconocerme extranjera comenzaron a codearse, sonreir, hablar rápido y en voz baja, con mirada cómplice… y yo frente a ellas, con mi mejor sonrisa estratégica, asumiendo culposa la imprudencia de tener (mucha) hambre a la 1 de la mañana.
Hasta que, de pronto, comenzaron las 3 a gritarme piropos “mandarines” debido a mi apariencia física, mi piel “blanca, muy blanca”, y a tocarme de a una a la vez el rostro, mis párpados y el cabello -despeinado estoicamente- como si fuese una alucinación de sus vistas intoxicadas de tanta “pantallita mobile”. De esta manera, y con un altoparlante (tan alto como parlante) proveniente de la estación de tren que se ubicaba a solo 1.00 metros del hostel donde me hospedaba -que espantó a Morfeo hasta las 4 AM-, así, con semejante preludio, me recibió Datong.
Al día siguiente me convencí de que aquella experiencia sobrenatural tendría quizás algún correlato perdido por ahí, y decidí caminar un rato sin rumbo con el afán de descubrirlo, antes de tomar el bus de línea que me llevaría hasta las Cuevas de Yungang.

En esa caminata encontré varias secuelas, incluyendo empleadas de un centro de estética que al verme pasar por su vereda salieron corriendo a saludar.

Y también lugareños que me ojeaban desconcertados y que, con un pucho en una mano y un Iphone en la otra, me fotografiaban con disimulo. Además, en una visita al banco pasé varios minutos en absoluto silencio y observación, en los que -ventanilla de por medio- se conglomeraron empleadas de vestimenta formal a mirarme estupefactas sin importarles que el motivo real de ese encuentro era el intercambio de divisas, y no el espionaje pormenorizado de cada átomo de mi cuerpo occidental.

Con tanto surrealismo ilustrado a cuestas, me subí al bus Nº3 en la Av. Weidu que, 45 minutos y cientos de bocinazos después, me dejó en las cuevas budistas, declaradas Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y que son las más antiguas de China y las más grandes y mejor conservadas de todo el país. Son además una reliquia del arte budista escultórico de la antigüedad, testigo y consecuencia del tráfico que recorría la Ruta de la Seda.
Con mucho calor y turistas de por medio, recorrí los 1.500 metros de la pasarela donde se ubican las más de 51.000 estatuas de piedra e imágenes de Buda.

Confieso que logré disfrutar la visita, a pesar de las obras de restauración omnipresentes, y de verme en la obligación de tener que conformar a mi ‘yo fotógrafa’ con algunos placebos. Sólo así pude superar la decepción emocional producida por la prohibición de registrar cualquier espacio interior del complejo.
Volviendo a Datong desde las Cuevas de Yungang
Terminanda mi visita a las Cuevas de Yungang, cuando volvía para la ciudad de Datong, decidí bajarme impulsivamente en una esquina cualquiera para seguir espiando sus intimidades.
Y me di cuenta durante esa caminata improvisada que sus calles están todavía pintadas con un perfume socialista. Pero “El Regreso de Mao” se ve cada tanto (o cada poco) interrumpido por inmensas moles de cemento en construcción que, como orugas, pronto (tan pronto que siento que desafían las leyes del tiempo) se convertirán en diseños post-modernos a fin de plantar bandera capitalista; en mariposas “color shopping”, en barrios privados de “nuevos ricos” y en demás “delicatessen”.

Y en esta batalla implacable del boom inmobiliario, el enemigo “hutong” milenario (los barrios de tipo tradicional chinos) tiene pocas alternativas de supervivencia: o se rinde y se maquilla “imperialmente” de paseo turístico, o de avenida ultra-comercial, o la mismísima muerte demoledora lo espera para convertirlo en modernidad reluciente y marketinera, cambiando terracota por acero inoxidable.
Así fue que la ciudad me resultó la mezcla de esas batallas ideológicas con el compás de los sonidos callejeros (bocinazos, expresiones corporales, frituras en ebullición, gritos, etc;) y una mixtura entre el olor a “noodles” picantes, la mística de su ciudad amurallada (la que, incomprensiblemente para mi genética occidental, fue demolida y luego reconstruida hace pocos años al igual que varios de sus edificios milenarios) y un sol que cada tarde le ganaba la partida a la infaltable lluvia matutina.

Pero a esta mezcla también hay que agregarle la comida vendida sin “packaging” directamente en bolsita, los bombardeos de escupitajos en el suelo, y los parques con un sin fin de actividades populares, donde el viajero que se atreva a romper barreras podrá deleitarse con un derroche de cultura cotidiana.

Con ese permitido del pasaporte, me sentí una “datonguesa” más dentro del parque: bailando con abuelos curiosos, amuchada como público ante la ejecución de un instrumento tradicional de cuerdas, llamado “guqin“, o en el rol de deportista fugaz al participar de una ronda de jianzi (juego tradicional chino que se juega con los pies y una pluma con peso) por lo menos durante unos cuantos… segundos.

Y para mi -que en el papel de forastera no disfruto estar en una vidriera ni poner al residente en otra tampoco-, intentar comunicarme fue una obligación, aunque ese intercambio sea fugaz y no siempre a través de las palabras. Por suerte, para mis objetivos, la infinita empatía de aquellos que me recibían en su ciudad facilitó la misión por completo. Por mala suerte, mis rasgos volvían una y otra vez, insistentemente, a delatarme.
Visitando otra maravilla: el templo colgante Xuankong
Al día siguiente, y gracias a la ayuda del recepcionista del hostel, quien con su “chininglish” me ayudó a reservar un auto, me fui hasta el Templo de Xuankong (Templo Colgante), ubicado en el monte Hengshan (una de las 5 montañas sagradas del taoísmo en China). Y si los 75 metros de altura a los que se encuentra suspendido desde hace más de 1500 años, y el ingreso limitado de personas por el riesgo que implica su peso, no son suficiente atractivo, es -además- el único en el que se veneran las 3 religiones mayoritarias de China: budismo, confucianismo y taoísmo.

Confieso que más de un balcón, precipicio, escalera empinada y pasarela me dejaron a centímetros del infarto, sobrevolando una especie de limbo oriental.
Nuevamente, terminada mi visita al Templo Colgante, volví a la ciudad de Datong gastando suelas entre sus paisajes modernos, antiguos y dudosamente antiguos. Y en un descuido del GPS, sin premeditación ni alevosía, llegué al “Muro de los 9 Dragones”, el más antiguo, grande y encantador de los 3 que se encuentran en China; destinando -sin culpa- cientos de megabytes de mi celular a retratar semejante obra.

Y así fue que hasta último minuto me quedé atrapada por el encanto de la ciudad, dejándome llevar por sus olores, voces, paisajes, personas… y resignándome demasiado pronto a tener que tomar el tren nocturno que me llevaría de regreso a Beijing.

Declaradamente contra mi voluntad, me fui cabizbaja al andén, sin dejar de pensar en esa lentitud mundana con la que parece desarrollarse la vida en Datong, en esa acumulación de sonrisas y miradas curiosas que fueron usureras inocentes de un pedacito de mi corazón.
Es directora de arte, diseñadora gráfica, fotógrafa y viajera. Desde su primer viaje a China en 2013 se siente profundamente atraída por su historia, cultura e idioma, motivo por el cual viajó en otras 3 oportunidades a dicho país. En el año 2017 viajó por China durante 5 meses, 2 de los cuales los dedicó a estudiar el idioma chino en escuelas de Beijing y Yangshuo. En 2018 ganó una beca para estudiar el programa de 1 año de idioma chino en la Universidad de Idioma y Cultura de Beijing. En 2019 realizó el Programa Ejecutivo sobre China Contemporánea en la UCA (Universidad Católica Argentina), a cargo del Dr. Jorge Malena, y a fin de ese año rindió el examen de chino mandarín HSK4. En 2020 obtuvo otra beca para estudiar el programa de 1 año de idioma chino y cursó el programa “Argentina Estudia China” en la UNDEF (Universidad de la Defensa Nacional). Actualmente trabaja como diseñadora para una agencia de comunicación y para una de las bodegas más importantes de Argentina. Estuvo a cargo del área de diseño y comunicación del CEACH (Centro de Estudios Argentina China). Es coordinadora y diseñadora en ADEBAC (Asociación de Ex Becarios Argentina China) y responsable de contenidos en la agencia Bridge to Asia para la campaña de posicionamiento de la Ciudad de Buenos Aires en China. Lleva adelante un programa de fidelización de clientes en el segmento B2B enfocado en supermercados chinos de Buenos Aires para una distribuidora argentina. Colabora con la identidad visual y diseño de ADEACH (Asociación de Argentinos en China). Asimismo, forma parte de un grupo de estudio sobre arte oriental (con foco en China), a cargo de la Dra. Verónica Flores.